Ha sido indoloro. Tu mejor amigo conducía, tú eras el copiloto. Yo iba detrás. Yo tenía completamente asumido que mi sitio estaba detrás, porque el sueño te asignaba la posición de los que mandan.
Estábamos en un pueblo al que tú solías ir. Calles de piedra, casas robustas, verde intenso, montañas, curvas. No había ningún río.
Me estabas permitiendo formar parte de tu pasado. No me hablabas, pero a veces me observabas. Consentías mi existencia.
El coche se detuvo. Bajamos. Me atreví a dirigirme a ti, pero mi tono de voz sonó a cariño, el aire se cubrió de polvo y de vejez, y tu silencio en esa mirada sonó a crujido de madera muerta.
Se hizo la noche. Dormíamos en una casa de alguien que no importaba. Ella dormía conmigo. Ella es la que siempre destrenza los enredos de mis intestinos.
Ella se levantó, quiso hablar contigo, quiso invadir un espacio con una puerta cerrada, sin aviso previo, fue a tu habitación. Yo, desde la cama, veía tu puerta, la vi acercarse, pero no pude intentar detenerla. Abrió. Te vio. Te vi. Tumbado, de espaldas, quieto y abrazado a una mulata, pequeña y delgada, con el pelo largo y ondulado hasta la cintura.
No fue dolor. Faltan palabras que describan una resignación que no incluya sometimiento. Fue aceptación sentida. Fue una emoción que esculpió pausadamente la forma de mis labios, y con ese gesto he abierto los ojos,
(y me he despertado también).