Hace poco, al mediodía, éramos cinco personas comiendo alrededor de una mesa redonda, en condición de iguales gracias a una conversación amena para todos, cuando de pronto un comentario nos hizo desaparecer sin dejar rastro alguno de nuestra existencia. Nos borró, nos eliminó objetivamente y sin pasión con una hipótesis que partió de un error. Fue una frase inocente de mi abuela, risueña, medio sorda, consciente de que todavía tiene cuerpo porque no hay zona que no le duela. Dijo, haciendo algo semejante a unos estiramientos para aliviar las cervicales: "Yo creo que por aquellos entonces de mi juventud, cuando participaba en concursos de saltar zanjas, es cuando me rompí el cuello" Y mi tío, riéndose de la transcendencia del comentario, contestó: "Madre, si usted entonces se hubiera roto el cuello, ninguno de nosotros estaríamos aquí, ni habríamos tenido el placer de conocernos entre nosotros y a nosotros mismos"
Mi primo de ocho años, el de quince, y yo, nos miramos, asustados. "Es verdad..." De pronto se hizo terroríficamente palpable la posibilidad de que ninguno de los presentes hubiés sido absolutamente Nada. No vida. Excepto ella, que habría aguantado solo hasta el salto fatal. Contemplamos entonces a la abuela, que seguía con la curva de su sonrisa anclada en su juventud, sin oírnos ni mirarnos ni entender por qué, aquel día, el abrazo que le di a mi abuela fue quizás demasiado fuerte para sus cuarenta y siete quilos de huesecillos.
PRECIOSA REFLEXION
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